Disfrutas de tu
soledad desnuda mientras el día muere entre nubes de nieve y frío
atemporal. Disfrutas de la intimidad que solo el propio cuerpo es
capaz de inspirar. La ventana del cuarto de baño se ha teñido de
rojo por los últimos rayos solares. Te sientes segura con tu carne y
la cuchilla en el borde de la bañera. Hay algo perturbador en la
posibilidad del daño controlado, siempre que el pulso no vacile,
siempre que no se vaya la mano. Hay algo entre el placer previo a la
náusea y ese miedo seco que anida en nuestras actividades
peligrosas. Quizá sea lo que buscas en el momento de la exploración.
Dedos que te masturben recordándote volúmenes próximos. Dedos
humedeciéndose no se sabe si de lágrimas o lubricación sexual. A
veces la saliva brota incontrolada si el placer es extremo, si la
dilatación se vuelve obscena. A veces lloramos de gusto mientras la
desgracia acecha, mientras calibramos el perfil de la cuchilla con el
rabillo del ojo.
Hay algo tierno en el
hecho de intentar coger la cuchilla sin cortarte los dedos, ese giro
suavísimo entre dos abismos de cristal. El respeto a los materiales
depurados por la inteligencia y el terror. Vivir es recibir las
marcas del destino, si es que existe algo parecido, si es que vivir
no consiste exclusivamente en ser mutilados por tiempo y decepción.
Pero tu carne es bella, su suavidad parece mágica aunque no haya
nadie para contemplarla. Hace tiempo que dejaste de apreciar tu
propia voluptuosidad quizá por hastío, quizá por aburrimiento.
Cuando la piel entra en contacto con el mármol de la bañera el
estremecimiento es total. Te transformas en un universo de infinitos
poros excitados por el contraste térmico. Comienza la transferencia
que te vaciará de temperatura y fluidos. Comienza el juego del viaje
sin retorno.
Agarras
con delicadeza la cuchilla y la acercas a la superficie hipersensible
de tu antebrazo, o a la cara interior del muslo, o al siempre
perturbador bajo vientre aún no hiperexcitado. Ahora tienes el
poder. Nada más humano que disponer de la propia vida. Nada más
importante y trágico que incrementar la presión del filo contra la
carne que cede en su elasticidad para no tardar en teñirse de rojo
oscuro. Es tu castigo, es tu virtud, es el precio por ser. Más allá
de consideraciones racionales, más allá de impulsos primarios. El
metal desgarrándote muy despacio te recuerda al calor de la orina
involuntaria, al estremecimiento previo al orgasmo ya imparable. El
dolor sólo es un accidente. El dolor lo es todo porque sólo hay
dolor. A veces la presión es excesiva pero no quieres caer en viejos
errores y revivir ese infernal ciclo de sirenas de ambulancia,
suturas de urgencia y consejos enloquecidos en boca de profesionales
de la locura. No hay nada de raro en el ritual que te marca siempre
que seas capaz de asumirlo. Siempre que no lo consideres el paso
final de esa cuenta atrás en la que vivimos todos.
Ahora eres color. La
superficie blanca de la bañera se ha teñido del oro de tus fluidos
y el rojo de tu sangre. El espacio se ha llenado con tu respiración
acelerada, no orgásmica, no gimiente, tan sólo vomitada como la
adrenalina que te embriaga haciéndote capaz de más y más
profundidad. Si hubiera deidades sedientas de sangre serías su
sierva predilecta. Tu grito silencioso perduraría por siempre si no
hubiera más mañanas. Te sientes cansada, quizá el frío ya está
dentro de ti. Quizá llegó el momento de cerrar los ojos para
despertar en un baño helado cuyos senderos de salida son las negras
costras de la sangre que ya coaguló.
No hay beso de buenas
noches.