Sé lo cerca que has
estado ahora que me he ido.
Estoy de luto. La
noche es madrugada y la luna se encoge como toda esperanza.
Oscuridad. El traqueteo del tren es la ópera del momento. Todo ruge
a mi alrededor. El estómago. Las jodidas constantes vitales. El
juego neuronal y los jugos que bebo y genero. Todo gruñe y ladra y
golpea. Los cristales en vibración. Los gritos de los extasiados.
Todo baila. Todos te echamos de menos.
Ahora sé lo cerca que has estado.
Ahora sé lo cerca que has estado.
Aprovechamos la
oportunidad para las explosiones y las implosiones. Para los ruegos y
las preguntas. Pasó el tiempo de las confidencias a media voz, que
no fueron todas, que no fueron nada. Tan sólo un fragmento más en
la galería de desconocidos cuando tú y yo fuimos la fría audiencia
estremecida ante la noche en ruinas. Cuando el deshielo ártico se
convirtió en lágrima anegada por chorros de sonrisas color rojo y
humos de tabaco y vahos entremezclados.
Pero ya me he ido.
Tu cara. Tus ojos.
Tus labios. Ojos y labios. Tengo un triángulo que recordar. Tengo la
humedad cuando las dudas. La crueldad del silencio. Recuerdo por los
pelos tu pelo. Líneas de fuga a las que agarrarse resguardada en tus
nervios ópticos. De nuevo los ojos. Tus ojos. Y los míos observando
desde la cama cómo te quitabas la ropa por primera vez delante de mí
con tu naturalidad congénita. Desde esa cama se cayeron muchas
sonrisas y en esa habitación se quedaron marcadas nuestras ganas.
La proximidad es una
quimera.
Ganas. Recuerdo tu
cara crispada cuando mi cuerpo se estremecía al contacto de tus
dedos con mi espalda y yo lo anteponía a nuestro momento. O a ti,
que viene a ser lo mismo. Te recuerdo como si fueras una bomba
estallando de improvisto en mi corazón. Y yo desapareciendo. Te
recuerdo poniéndote nerviosa mientras te miraba e intentaba bucear
en los más profundo de tu alma. Y yo desapareciendo. Te recuerdo
sonriente mientras jugaba a imaginar cómo desnudarte. Y yo
desapareciendo; no yo, sino el frío que me caracteriza.
La ausencia es
reveladora.
Recuerdo la noche. Al
principio la entrega consistía en disfrutar acariciándonos la piel.
Nada como una buena caricia. Nada como sentir los dedos de quien
ansías insinuando rincones ignorados. Pero no era suficiente. Pronto
el simple hecho de estar juntas se convirtió en respiraciones
agitadas. Las caricias se intensificaron en busca de mayor
complicidad. No tardó en aparecer el dolor como elemento de
cohesión. Sí, ya sé que la vida es básicamente dolor, pero me
refiero a cosas mucho más concretas. Te hablo de caricias
convertidas en arañazos y mordiscos cada vez más fuertes. El
vértigo del arañazo es peligroso. Llega un momento en que los dedos
parecen perder el control. Podría arañarte hasta la sangre. Te
encantaría arañarme hasta la sangre. Eso quisimos hacer. Eso
hiciste. Arañar hasta la sangre. Arañar hasta el desgarro. Y con
tus arañazos me quitaste el miedo de los más idiotas que se se
privan de ser felices aunque sea por unos minutos. Yo quería
agarrarte con todo mi cuerpo, y lo hice. Quería envolverte para que
supieras que estábamos juntas en el frío infierno de Granada, y lo
hice. Quería formar un escudo contra el que las balas de la
estupidez regresaran al corazón del enemigo, y lo hice. Quería
hundirte en el colchón, y lo hice. Quería nuestros cuerpos follados
el uno contra el otro revolcándose de alegría, y lo conseguí.
Quería que hicieses desaparecer mi oscuridad con tu luz, y lo
conseguiste.
Consciente de lo
cerca que hemos estado cuando ya no estamos.
Recuerdo demasiado
bien la angustia y las ganas de abrazarte la última noche hasta que
el tiempo se parase, pero me gustaría olvidarlo. O cambiarlo.
Destrozar a patadas la realidad. Arrasarlo todo. Arrasarlo de verdad
y buscar el consuelo entre tus labios. Tan sólo huir en dirección
sur, hacia el centro de tu andar. Volver a bajar por la calle en
busca de una pensión lo suficientemente escondida para que nadie nos
moleste nunca.
Sé lo cerca que has
estado ahora que me he ido.
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